Sería demasiado fácil, frente al fantasioso mundo de Julio Silva, poner todo en relación al carácter de la literatura argentina del novecientos : a ese forzoso deseo de evasión que anima tanto la veta fantástica, entre los polos opuestos de Borges y Cortázar, como la fuga en los ángulos más inhumanos de la existencia de Roberto Arlt, o aquella de los meandros más marginales del sentimiento popular de Osvaldo Soriano.
Demasiado fácil, pero sobre todo artificioso y por lo tanto desvinculado. Sería casi como que, debiendo justificar el imperioso deseo de un viaje a la Patagonia, habría por fuerza que seguir las trazas de Pino Cacucci que calca las de Sepúlveda, que a su vez sigue las de Bruce Chatwin en la búsqueda de la legendaria tumba de Butch Cassidy y Sundance Kid, fingiendo ignorar el reclamo profundo, al menos en parte, en una dilatación infinita del espacio y del tiempo, donde todas las señas de nuestra cultura se pierden, como los relatos de un definitivo naufragio.
En tanto que Julio Silva es, en principio, la imagen más que la palabra, y que por ser argentino es para él casi una condición del retorno, una identidad reconquistada gracias a las profundas raíces de la cultura figurativa europea, donde lo imaginario está en su casa, y donde no sólo ha sido posible no sentirse exilado, sino al contrario ha podido liberarse de aquellos extraños resabios sentimentales y culturales, que parece hacer de cada argenitno un europeo en exilio.
Mirando, lejos ya, los primeros resultados de la pintura de Silva lo que sorprende es la concreción de las intenciones y la claridad de la orientación ; no ya la extrañeza que era de esperar en un joven argentino descubriendo París, sino la rápida, e inesperadamente madura toma de conciencia del « cul de sac » en que estaba cayendo la pintura europea y la necesidad de quedarse afuera.
De aquí, yo creo, el preciso sentido del porvenir y del desarrollo, casi orgánico, de lo imaginario y de la concretización repentina. Con la precisa intención de evitar tanto el soporte geométrico de la abstracción que la evanescente fuga del informalismo, que ya habían dado lo mejor de sí, y recuperar un sentimiento pleno de la vitalidad de la forma. Aún perteneciendo a un mundo misterioso cuya identidad mineral, vegetal o animal aparecen todavía confinadas e inciertas en su devenir. Esta sensación de incertidumbre, alimentada por el toque del color, se presenta en cada caso atenuada por el exuberante desarrollo de la línea, que no tiene aún intenciones figurativas, y que todavía no sugiere el deseo y la necesidad.
En efecto, es así como París brinda a Julio Silva una acumulación de experiencias que la Argentina no le había dado, o la duda de que el realismo visionario hacia el cual se dirige su pintura es un modo preciso de escapar a la sequedad del surrealismo ya reducido a manera académica, helada y desolante. Ocurre en cambio que cada sugestión mental puede correr libremente, en alas de la fantasía, para guiar la mano a una situación imaginaria extraña pero no improbable y que en cada caso quisiera ser irónica y divertida más que oscura y preocupante.
Además, podría ser el recuerdo de Jarry y de la patafísica, que justamente en esos años, y sobre todo en París, encuentra nuevos y acreditados profetas, como Queneau y Calvino, pero más concretamente es la relación con Julio Cortázar que no es sólo la participación de un mismo exilio, sino una más precisa afinidad electiva, que alimenta esta suerte de sonata a cuatro manos, en La vuelta al día en ochenta mundos, Último Round y Territorios, en Los discursos del Pinchajeta y Silvalandia, donde el universo figurativo de Julio Silva se va definiendo y concretizando de una vez por todas.
A alguien podría parecerle casi una fuga de la realidad, mientras que se trata de un empeño preciso en hacer que la inevitable condición de dispersión social y política no se transforme en una radicalización cultural.
Porque el empeño no tiene necesidad de ser declarado, mientras se insinúa, riguroso y arrolador en el sentimiento de humanidad que invade las figuras de Silvalandia.
Sentimiento de humanidad que resiste también en el aparente divagar de una imagen fugaz, buscando sustraerse a la mirada que pretende organizar lo real. Porque cualquier cosa representada es una imagen que respeta la figura, sin pretender transformarla en discurso, en palabra, en reflexiones más o menos sagaces.
Una vida distinta dispone inevitablemente un distinto modo de mirar, y esta figura, que pareciera constreñida en un cuerpo que no le pertenece, condenado a un silencio forzado, nos predispone a una reflexión profunda, a un libre divagar del pensamiento y de la fantasía.
Lo que cuenta es tener campo libre. Porque Julio Silva no es precisamente uno de estos artistas que puedan anonadarse frente a la hoja en blanco, a la tela virgen, al mármol en bruto.
Así, apropiándose el espacio libre, tiene el campo abierto para excitar su fantasía, animar los automatismos de una mano sonámbula que se mueve con la sinuosa curiosidad del gato y la disposición para perderse del « flaneur ».
El divagar del signo, pluma de oca o lápiz que define la imagen, se asemeja al filosofar, al pensar, a dudar, porque la hoja en blanco representa el espacio de lo posible, de lo relativo y de lo imprevisto, donde se necesita entrar con audacia, pero es necesario moverse con prudencia, cautela y ponderación. El recorrido nos parece fluir libremente, pero de pronto se entrecruza, o cambia de dirección, vuelve hacia atrás y por esta vía avanzamos hacia la irresistible atracción de lo imaginario.
Así, de esta manera, nacen personajes curiosos y situaciones extrañas, fruto maduro y pulposo de burlona e irónica acrobacia formal y poética, sostenida con aparente « nonchalence » por una capacidad inventiva sin límites y sin frenos, porque en el mundo de la fantasía, una vez entrado, es necesario tener suficiente personalidad y talento, para no dejarse ingurgitar.
En el silencio de la noche de Torano se organiza la respuesta, tan explícita que pareciera definitiva o casi, en la noche humana, burlesca y por eso ineludible, a la banalidad y a la arrogancia de tantos idealistas sin ideales, que se afanan con gran desenvoltura en la luminosa jornada de la academia y de la vanguardia.
No obstante la carga de ilusión de las imágenes, esto no es un truco en el hacer artístico de Julio Silva. Y no es un atajo. Estas imágenes son, de hecho, el fruto de un ejercicio cotidiano, ya sea el de dibujar sobre papel, pintar una tela, esculpir una piedra. Ejercicio cotidiano que, precisamente por el pasaje de una técnica a otra, evita el sentimiento de frustración que podría derivarse del cansancio imaginativo, o, mucho peor, de la « routine » de la profesión.
Si como se ha dicho, el blanco del papel es un campo abierto, a los infinitos matices que consiente la vasta gama de los grises de la tinta china y del grafito del lápiz, a veces le toca precisamente al blanco del fondo dar cuerpo a la imagen, mientras la tinta se expande, líquida y sutil, para invadir toda la hoja, en una suerte de manera negra, que aumenta la suavidad de la imagen, y también la profundidad de sus misterios.
Una práctica menos instintiva, más meditada, que sugiere casi un pasaje tras el gesto espontáneo del dibujo es la más compleja compaginación de una pintura.
A pesar de que la de Julio Silva sigue siendo una pintura inmediata, y aún cuando la construcción de la imagen requiere mucha paciencia, y no poca fatiga, el cansancio no llega nunca a la punta del pincel, no ensucia el color y conserva la natural elegancia cromática de las tintas y del color transparente.
Aún cuando las imágenes aparecen empañadas, veladas como envueltas en una neblina leve, o alejada cuando se la mira, como ver con los ojos semi cerrados, no hay cansancio en los colores de Julio Silva ; porque la imagen puede ser sostenida en una precisa orquestación de los grises, los azules, de los ocres, o puede disgregarse en las facetas del toque del color, que atenúan la paleta, para hacerse pastosos y terrenos o blandos y cenicientos, pero conservan la misma firmeza que cuando se precisa en la evidencia de los colores plenos saturados.
Lo que cambia es, a lo sumo, el sabor de ciertos colores, de los que se continúa a sentir el gusto, como ciertos alimentos, antes de ser cocinados son atemperados en la complejidad de un plato : el amarillo agrio del limón, el verde urticante de la ortiga, el violáceo oloroso de la violeta primaveral.
Quizá sólo frente al mármol las imágenes de Julio Silva acepten hacerse más compuestas, sin que todavía la mayor presencia física de formas marcadamente extrañas, no atenúen la sugestión irónica e irreverente.
Lo que es necesario tener en cuenta es que estamos frente al encuentro, o a la confrontación, entre dos voluntades fantasiosas, la del escultor y la de la no menos excéntrica, por no decir extravagante, de la piedra.
En principio es la imagen, entonces ; su fuerza es aquella que toma el objeto por sorpresa, de manera de alimentarlo con un preciso sentido de estupor y de maravilla.
Que sea bien claro que se trata de estupor y no de pasmo. El estupor del que habla Hannah Arendt, « que es el punto de partida del pensar, no es ni desconcierto, ni sorpresa, ni perplejidad es un estupor que admira ».
Porque Julio Silva no es un profeta de la modernidad. No está a favor ni en contra, simplemente no le interesa. Permanece en el umbral y mira curioso este extraño conflicto, entre orden y aventura, que no le atañe y no le interesa.
Porque es ciertamente un maestro en fantasmagoría, pero no pretende nunca, como Rimbaud, de « develar todos los misterios » : misterio religioso o natural, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, nada ». No tiene en definitiva la pretención de asombrar, simplemente quiere continuar a sorprendernos frente a las revelaciones de la imagen. Y además, observar divertido y socarrón, nuestro asombro ; para poder escabullirse fuera de la escena, como si él no entrara para nada y, parafraseando a Eric Satie, agregar : « Me llamo Julio Silva, como cualquier otro ».
Massimo Bertozzi
(Prólogo al catálogo : Julio Silva, Retorno di Julio Pluma e Julio Pincel,
Castello del Piagnaro, Provincia di Massa Carrara, Comune di Pontremoli, 18 luglio-18 agosto 2008.)