Este libro se va haciendo como los misteriosos platos de algunos restaurantes parisienses en los que el primer ingrediente fue puesto quizá hace dos siglos, fond de cuisson al que siguieron incorporándose carnes, vegetales y especias en un interminable proceso que guarda en lo más profundo el sabor acumulado de una infinita cocción. Aquí hay un Julio que nos mira desde un daguerrotipo, me temo que algo socarronamente, un Julio que escribe y pasa en limpio papeles y papeles, y un Julio que con todo eso organiza cada página armado de una paciencia que no le impide de cuando en cuando un rotundo carajo dirigido a su tocayo más inmediato o al scotch tape que se le ha enroscado en un dedo con esa vehemente necesidad que parece tener el scotch tape de demostrar su eficacia.
El mayor de los Julios guarda silencio, los otros dos trabajan, discuten y cada tanto comen un asadito y fuman Gitanes. Se conocen tan bien, se han habituado tanto a ser Julio, a levantar al mismo tiempo la cabeza cuando al guien dice su nombre, que de golpe hay uno de ellos que se sobresalta porque se ha dado cuenta de que el libro avanza y que no ha dicho nada del otro, de ése que recibe los papeles, los mira primero como si fuesen objetos exclusivamente mensurables, pegables y diagramables, y después cuando se que da solo empieza a leerlos y cada tanto, muchos días después, entre dos cigarrillos, dice una frase o deja caer una alusión para que este Julio lápiz sepa que también él conoce el libro desde adentro y que le gusta. Por eso este Julio lápiz siente ahora que tiene que decir algo sobre Julio Silva, y lo mejor será contar por ejemplo cómo llegó de Buenos Aires a París en el 55 y unos meses después vino a mi casa y se pasó una noche hablándome de poesía francesa con frecuentes referencias a una tal Sara que siempre decía cosas muy sutiles aunque un tanto sibilinas. Yo no tenía tanta confianza con él en ese tiempo como para averiguar la identidad de esa musa misteriosa que lo guia ba por el surrealismo, hasta que casi al final me di cuenta de que se trataba de Tzara pronunciado como pronunciará siempre, por suerte, este cronopio que poco necesita de la buena pronunciación para darnos un idioma tan rico como el suyo. Nos hicimos muy amigos, a lo mejor gracias a Sara, y Julio empezó a exponer sus pinturas en París y a inquietarnos con dibujos donde una fauna en perpetua metamorfosis amenaza un poco burlonamente con descolgarse en nuestro living-room y ahí te quiero ver. En esos años pasaron cosas increíbles, como por ejemplo que Julio cambió un cuadro por un autito muy parecido a un pote de yogurt al que se entraba por el techo de plexiglás en forma de cápsula espacial, y así le ocurrió que como estaba convencido de manejar muy bien fue a buscar su flamante adquisición mientras su mujer se quedaba esperándolo en la puerta para un paseo de estreno. Con algún trabajo se introdujo en el yogurt en pleno barrio latino, y cuando puso en marcha el auto tuvo la impresión de que los árboles de la acera retrocedían en vez de avanzar, pequeño detalle que no lo inquietó mayormente aunque un vistazo a la palanca de velocidades le hubiera mostrado que estaba en marcha atrás, método de desplazamiento que tiene sus inconvenientes en París a las cinco de la tarde y que culminó en el encuentro nada fortuito del yogurt con una de esas casillas inverosímiles donde una viejecita friolenta ven de billetes de lotería. Cuando se dio cuenta, el mefítico tubo de escape del auto se había enchufado en el cubículo y la provecta dispensadora de la suer te emitía esos alaridos con que los parisienses rescatan de tanto en tanto el silencio cortés de su alta civilización. Mi amigo trató de salir del auto para auxiliar a la víctima semiasfixiada, pero como ignoraba la manera de correr el techo de plexiglás se encontró más encerrado que Gagarin en su cápsula, sin hablar de la muchedumbre indignada que rodeaba el luctuoso escenario del incidente y hablaba ya de linchar a los extranjeros como parece ser la obligación de toda muchedumbre que se respete
Cosas como ésa le han ocurrido muchas a Julio, pero mi estima se basa sobre todo en la forma en que se posesionó poco a poco de un excelente piso situado nada menos que en una casa de la rue de Beaune donde vivieron los mosqueteros (todavía pueden verse los soportes de hierro forjado en los que Porthos y Athos colgaban las espadas antes de entrar en sus habitaciones, y uno imagina a Constance Bonacieux mirando tímidamente, desde la esquina de la rue de Lille, las ventanas tras de las cuales D’Artagnan soñaba quimeras y herretes de diamantes). Al principio Julio tenía una cocina y una alcoba; con los años fue abriéndose paso a otro salón más vasto, luego ignoró una puer ta tras de la cual, al cabo de tres peldaños, había lo que es ahora su taller, y todo eso lo hizo con una obstinación de topo combinada con un refinamien to a lo Talleyrand para calmar a propietarios y vecinos comprensiblemente alarmados ante ese fenómeno de expansión jamás estudiado por Max Planck. Hoy puede jactarse de tener una casa con dos puertas que dan a calles diferentes, lo que prolonga la atmósfera que uno imagina cuando el cardenal de Richelieu pretendía acabar con los mosqueteros y había toda suerte de escaramuzas y encerronas y voto a bríos, como siempre decían los mosqueteros en las traducciones catalanas que infamaron nuestra niñez. Este cronopio recibe ahora a sus amigos con una colección de maravillas tecnológicas entre las que se destacan por derecho propio una ampliadora de tamaño natural, una fotocopiadora que emite borborigmos inquietantes y tien de a hacer su voluntad cada vez que puede, sin hablar de una serie de máscaras negras que lo hacen sentirse a uno lo que realmente es, un pobre blanco. Y el vino, sobre cuya selección rigurosa no me extenderé porque siempre es bueno que la gente conserve sus secretos, su mujer, que padece con invariable bondad a los cronopios que rondan el taller, y dos niños indudable mente inspirados por un cuadro encantador, El pintor y su familia, de Juan Bautista Mazo, yerno de Diego Velázquez.
Este es el Julio que ha dado forma y ritmo a la vuelta al día. Pienso que de haberlo conocido, el otro Julio lo hubiera metido junto con Michel Ardan en el proyectil lunar para acrecer los felices riesgos de la improvisación, la fantasía, el juego. Hoy enviamos otra especie de cosmonautas al espacio, y es una lástima. ¿Puedo terminar esta semblanza con una muestra de las teorías estéticas de Julio, que preferentemente no deberán leer las señoras? Un día en que hablábamos de las diferentes aproximaciones al dibujo, el gran cronopio perdió la paciencia y dijo de una vez para siempre: “Mirá, che, a la mano hay que dejarla hacer lo que se le da en las pelotas.” Después de una cosa así, no creo que el punto final sea indecoroso.
la vuelta al día en 80 mundos
JULIO CORTAZAR
Libro-almanaque publicado por primera vez en México, en 1967,
en colaboración con Julio Silva.